Jefe del Departamento Fiscal y Tributario
Para nadie es misterio que, en la práctica, el sujeto que paga el Impuesto General a las Ventas (IGV) es el cliente (adquirente o usuario) de un bien o servicio, dado que en la factura (o boleta) que se le emite, se le está cobrando dicho impuesto, el cual será posteriormente declarado por el vendedor ante SUNAT (Declaración IGV-Renta Mensual) y "transferido" en términos netos (IGV de Venta menos IGV de Compra) ante dicha entidad. ¿Quién es realmente el sujeto que paga el impuesto De facto? ¿Es el mismo que el obligado al pago De Iure? ¿Importa la naturaleza del usuario o adquirente?
Para aclarar un poco la situación, a veces confusa en los jóvenes tributaristas, uno debe acudir al artículo 9º del TUO de la Ley de IGV e ISC (en adelante, LIGV), cuyo numeral 9.1. indica que "son sujetos del impuesto [quienes] desarrollen efectúen ventas en el país de bienes afectos en cualquier de las etapas del ciclo de producción y distribución [y] presten en el país servicios afectos", en el marco de una actividad empresarial, entre otros. Ello permite afirmar que habiéndose cumplido el hecho imponible, se generará un IGV devengado cuyo obligado al pago es la empresa-prestadora ó empresa-vendedora.
En este caso, el artículo 9º en mención es claro que el sujeto del impuesto, denominado contribuyente, es quien efectúa la venta o presta el servicio, vale decir en términos muy simples, la empresa; mientras que no es (normalmente) sujeto del impuesto el que lo recibe, es decir, el cliente, adquirente o usuario. Si bien el artículo 10º habla de diversos supuestos específicos de responsables solidarios del impuesto (y otros supuestos de inversión del sujeto pasivo), esto no afecta el hecho que normalmente un cliente no tiene porqué responder por el IGV. ¿Entonces, por qué lo hace? ¿Por qué no se puede negar a pagar el IGV, dado que no está obligado tributariamente pues la ley del IGV, aparentemente, no lo manda?
Cabe precisar que el artículo 4º de la LIGV hace referencia al nacimiento de la obligación tributaria, y en éste se indica que la obligación tributaria se origina con la emisión del comprobante de pago o la entrega del bien ó en la fecha que se perciba la retribución (para el caso de servicios), por lo que no es correcto pensar que dicha obligación nace con el pago realizado por el cliente ni que, sólo después de dicho pago, la empresa pudiera recién estar obligada a declarar y pagar dicho impuesto.
En consecuencia, debe quedar claro que no se trata de un impuesto al consumo en su más pura expresión (como el ISC, por ejemplo), es decir que el cliente no es el obligado al pago del tributo; no obstante es quién efectivamente termina haciéndolo pese a no estar obligado tributariamente. Dicho fenómeno se denomina "repercusión" (también conocido como traslación): La empresa repercute el impuesto a la venta incluyéndolo en el precio. Desde este punto de vista, sólo existiría un precio: el precio de venta al público marcado con el impuesto.
No obstante, dicha postura se enfrenta al enfoque contable, por el cual el "precio" que no incluye IGV se denomina valor de venta, es un valor cierto y útil para el llevado de la contabilidad e inserción de dicha información en los Estados Financieros de una empresa. Bajo dicho enfoque entonces, el precio es aquél que no contiene el fenómeno impositivo, y es mediante dicha afectación que tal precio se incrementa de manera complementaria para poder hacer frente a la obligación tributaria en cuestíón.
Ahora bien, cabe reconocer que la repercusión también puede ser atribuible al según caso, con la precisión que se trata de una repercusión ex-"precio", mientras que la primera está incluida en el "precio de venta". Empero, la norma tributaria toma la segunda postura, indicando que la base imponible del impuesto es el valor de venta del bien, el cual no es un valor ficticio o sólo a efectos tributarios, dado que tiene una naturaleza contable-financiera, sino que se encuentra definido con mayor claridad en el artículo 14º de la LIGV.
En efecto, según el artículo 14º de la LIGV, el valor de venta (para bienes) o retribución por servicios es "la suma total que queda obligado a pagar el adquirente del bien [o] usuario del servicio", por lo que puede perfectamente entenderse que dicho sujeto sólo debería pagar el valor de venta y no dicho valor más el impuesto determinado. No obstante, la orientación de SUNAT, para el caso de retenciones, da a entender que la obligación de pago incluye desde ya a los tributos que gravan dicha operación, aunque se trataría de un simple error de redacción en un texto no legal.
A mayor abundamiento, la resolución de superintendencia Nº 128-2002/SUNAT, respecto del régimen de percepciones, define el precio de venta como la suma que incluye el valor de venta y los tributos que graven la operación, pero no precisa si ambos conceptos se encuentran a cargo del adquirente o usuario. Cabe precisar que a diferencia del hecho imponible del IGV, el mecanismo de percepción asume que los sujetos de percepción son los sujetos obligados al pago de dicho impuesto, con la salvedad que no pueden ser consumidores finales o directos.
Todo lo anteriormente dicho permite confirmar que el cliente no se encuentra en la obligación tributaria de pagar el IGV, por lo que la repercusión en cuestión no tiene naturaleza tributaria sino comercial. En efecto, debe tomarse en cuenta la naturaleza del usuario del servicios o adquirente del bien, vale decir, que sí se trata también de una empresa, corresponde emitir una factura, con lo cual el ciclo de producción-distribución continuará, y si se trata de una persona que no se dedica a la actividad empresarial (ni se le impute como tal) sólo corresponde boleta de venta. Ello se debe a que en el primer caso la empresa adquirente o usuaria cuenta con un comprobante de pago desagregado en valor de venta y tributo (IGV), mientras que el consumidor final simplemente recibe un comprobante donde no existe tal desagregado o discriminación.
Lo anterior permite precisar una diferencia sustancial: La empresa adquirente no está obligada tributariamente al pago del impuesto que se consigna individualmente en la factura; mientras que en el caso de la boleta de venta, el IGV no se consigna, por lo que el consumidor final no tiene esa discrecionalidad potencial de cuál concepto pagar y cuál no. En suma, una empresa-cliente sí puede decidir no pagar el IGV de la venta, mientras que un consumidor final no puede decidir el pago separando el valor de venta del tributo, dado que se otorga un sólo y único valor como "precio de venta".
¿Si la empresa-cliente puede decidir no pagar el IGV de la venta, por qué aún así lo hace? La respuesta es simple: Porque le conviene y porque así lo puede acordar comercialmente. En este orden de ideas dicha empresa tendrá un interés en pagar dicho IGV por cuanto luego se lo podrá deducir en el IGV de venta que esta misma repercuta a su respectivo cliente. De no hacerlo, la mencionada empresa terminaría pagando el IGV bruto y no el neto, distorsionando la mecánica de un impuesto que intenta gravar tácitamente el valor agregado y no el valor final de los bienes y servicios. Dicho de otro modo, una empresa-cliente que no paga el IGV de una compra que haya realizado, simplemente no tendrá crédito fiscal para la futura operación de venta que realice.
Esta situación no ocurre en el caso del consumidor final, pues no requiere ni puede aprovechar un crédito fiscal, salvo que ocurra una de las excepciones de la LIGV. Además de ello, la boleta de venta no permite al consumidor final discriminar entre tributo y valor de venta, dado que el pacto comercial es de un único valor-precio por la adquisición o uso de un servicio. ¿Y si se pudiera discriminar?
De acuerdo con el Reglamento de Comprobantes de Pago, la factura debe contener como requisito mínimo una discriminación entre tributo y valor de venta, dando un importe total a pagar; no obstante, en el caso de la boleta de venta, dicho requisito mínimo es inexistente en el citado reglamento. Esto puede interpretarse en el sentido que no está prohibido que una boleta de venta tenga una discriminación entre tributo y valor de venta que pudiera permitir al consumidor no pagar el IGV de la venta, salvo que existe un pacto en contrario a pagar todo el precio de venta.
El problema es que no existen incentivos comerciales ni tributarios para crear este tipo de boletas de ventas por parte de los emisores, ya que permitiría, salvo pacto comercial en contrario, que el consumidor final no pague el impuesto al cual no está obligado tributariamente, generando una carga adicional en la empresa que debería asumir dicho importe con su propio flujo de caja, por un IGV devengado pero no repercutido.
Ahora bien, en el supuesto negado que una empresa genere este tipo de boletas y que el consumidor-usuario final decida no pagar el concepto tributario (IGV), éste podría incurrir en un incumplimiento contractual, pero no exoneraría a la empresa vendedora-prestadora del pago de dicha tributación indirecta. Si bien podría sonar ilógico, todo parte de la diferencia entre obligación tributaria y obligación comercial (ó derivada de una relación de consumo) y, salvo que las partes equiparen ambas, el prestador-vendedor tendrá el riesgo tributario respecto de este impuesto indirecto, pues es en buena cuenta el único obligado según la LIGV.
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